La isla del Caribe sin sargazo ni huracanes que volvió a recibir un aluvión de argentinos
Hay muchas razones para volver a poner a esta isla caribeña en el radar.Puede visitarse en cualquier momento del año, está fuera del cinturón de huracanes, no padece la presencia de sarg...
Hay muchas razones para volver a poner a esta isla caribeña en el radar.
Puede visitarse en cualquier momento del año, está fuera del cinturón de huracanes, no padece la presencia de sargazo —capaz de arruinar la estadía en otros destinos caribeños— y los atardeceres parecen un rito: la gente contempla en silencio —en la arena, en reposeras o de pie— cómo el sol se hunde en el mar entre veleros y bandadas, que completan el cuadro. Es segura, las playas son públicas, y a la mezcla de naturaleza, cultura y buena mesa se le sumó un dato que enciende la brújula del viajero local: la sumatoria de un vuelo directo desde Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, operado por Aerolíneas Argentinas.
Hubo una época —los 90— en que Aruba fue furor. Hoy esa curva vuelve a subir con fuerza. Hasta julio de 2025, incluso antes de la decisión de la aerolínea de bandera de sumar más vuelos, los arribos de argentinos aumentaron 108,6% respecto de 2024 (33.654 viajeros contra 16.134), y las noches de estadía prácticamente se duplicaron (290.800, +101,2%). “Si miramos la foto regional, Argentina está volando: vemos un crecimiento general del 126% en 2025, muy por encima del promedio latinoamericano”, aporta Jordan Schlipken Croes, director de la Oficina de Turismo de Aruba para Latinoamérica. Son números que confirman una intuición de playa: la isla volvió a entrar en la conversación local.
Las razones son concretas y sensoriales a la vez. Clima estable, 300 días de sol, aguas cristalinas y tranquilas, seguridad y distancias cortas. A eso se suma una identidad cultural híbrida —Reino de los Países Bajos en el Caribe— que se ve en las fachadas y cierto aire cultural. Para quien llega desde el sur, Aruba es a la vez conocida y extraña: un desierto con mar turquesa, un “One Happy Island” que resiste a la literalidad del eslogan porque se comprueba en escena.
“Si estás perdido, seguí los árboles”, me dice Archangel Croes, el guía asignado en nuestra visita. Nacido en Países Bajos, pero de ascendencia arubiana, hizo el camino inverso a muchos de sus contemporáneos. Después de cursar estudios en Europa, decidió instalarse en la isla de forma permanente, cerca de sus raíces. Algo del espíritu isleño, emprendedor, lo llamaba más que la estabilidad europea.
Archangel insiste en que en Aruba el viento lima las dudas: el fofoti inclina su copa hacia el sudeste como una flecha viva. Bajo su sombra, la isla se cuenta a sí misma. Los locales lo resumen con una palabra corta y enorme, conceptualmente hermosa: el dushi, que habla de lo sabroso, lo lindo, lo que te devuelve a casa. “Un Aruba dushi para vivir es un Aruba dushi para visitar”, dice Archangel, que habla de la isla como quien habla de un amor.
El mantra arbóreo funciona. En Eagle Beach, el fofoti arma la postal y el mar parece recién estrenado. A pasos, Palm Beach vibra con hoteles altos y muelles; hacia el norte, Tres Trapi se esconde entre rocas y Arashi aparece luminosa, con el faro en lo alto. Son nombres que vuelven, como un estribillo, cada vez que la brisa sopla.
Antes de que se le pregunte, Archangel cuenta que en Aruba se habla en papiamento, un idioma mestizo que condensa la historia de la isla: mezcla de español, portugués, neerlandés, lenguas africanas y aportes del inglés. Nació en tiempos coloniales como lengua de resistencia de los esclavizados y hoy es oficial junto al neerlandés. En el aeropuerto, el cartel de bienvenida dice “Bon bini”, y no hay arubiano que no lo pronuncie con una sonrisa. El papiamento funciona como contraseña de pertenencia: quienes lo hablan dicen sentir que es más que un idioma, es una manera de vivir en comunidad.
Arikok: la vida a resguardo“Tiene que haber un balance. No puede ser todo mercadeo”, dice José Lecler, guía del Parque Nacional Arikok con 24 años de oficio. Caminamos bajo el sol, con un coro de chicharras de fondo. José reivindica a los murciélagos —polinizadores discretos de este paisaje seco— y se indigna con las boas introducidas que alteraron el ecosistema. En un alero, nos detenemos frente a pinturas rupestres de 900 a 1000 años: un imaginario mínimo y rotundo, como grafitis del pasado. Más del 18% de la isla está protegido.
Los senderos de Arikok, todos de baja intensidad, regalan escenas que desacomodan el cliché caribeño: cactus como candelabros, aloe vera, iguanas, burros. En Conchi, la piscina natural, las olas revientan contra un muro de piedra volcánica y el agua, adentro, se aquieta como si alguien bajara el volumen del mundo.
San Nicolás: del pueblo fantasma a capital del street artCamino al sur, la silueta de la refinería dormida cuenta otra época. San Nicolás fue barrio de obreros, puerto petrolero; cuando todo se apagó, a fines de los años 80, quedó en pausa entre casas que empezaban a abandonarse. Con el fin del oro negro, la isla decidió apostar de lleno al turismo.
Tito Bolívar, nacido en Curazao y criado en Aruba, empezó a mirar con otros ojos lo que era una suerte de barrio fantasma —las casas abandonadas por los operarios— y decidió llenar esa pausa de color: curó decenas de murales e invitó artistas de todas partes.
En 2019, Forbes la señaló como capital del arte callejero del Caribe y la ciudad se volvió galería a cielo abierto: Fio Silva (Argentina), Isidora Paz López (Chile) y Odeith (Portugal) dejaron su firma.A mitad de una de las cuadras más icónicas, un mural con láminas de oro alusivo al carnaval brilla sin custodia. “Es la prueba de que Aruba es segura”, suelta Archangel.
Comer como los arubianosEn el muelle del restaurante Zeerover la escena es de película: una estructura de madera, el mar debajo, pescadores que descargan sin parar la captura a metros de la fritura. A las 11.30 todavía hay mesas; al mediodía, fila. Un lote de barracudas llega justo antes del pico: el timing de la isla que se mide en mareas. Este es uno de los puntos donde más se percibe el pulso local.
Por la noche, Taste my Aruba. Nathaly Arends —nacida y criada en la isla— canta bajito “Pronto llegará el día de mi suerte” mientras despacha una entrada improbable y deliciosa: polenta con mermelada de tomate. Su cocina cruza Italia con Indonesia, Caribe con Holanda. “Aruba tiene más de noventa nacionalidades; ¿cómo no va a tener una cocina grande?”, dice, y enumera proveedores jóvenes que cultivan tomates e hierbas en la isla, en la búsqueda de recuperar los sabores locales.Y está el restaurante Papiamento, otro clásico arubiano que combina historia y cocina. Funciona en una casona cunucu de más de 175 años, rodeada de jardines tropicales, piscina iluminada y salones llenos de antigüedades traídas de Europa. La familia Ellis lo fundó en los años 80 y todavía lo gestiona con orgullo.
Allí, entre muebles antiguos y flores frescas, se sirven platos que son parte de la identidad arubiana: desde la cazuela de mariscos de Eduardo, cocida en vasijas de barro, hasta el tradicional keshi yena (queso Gouda relleno). Es un restaurante-museo, un viaje en sí mismo, elegido incluso por los reyes holandeses en sus visitas a la isla, que tienen un espacio dedicado a su honor.
Mar adentro: naufragios y manglaresSnorkel. Si algo vale la pena del mar de Aruba, es sumergirse apenas con antiparras que permitan ver ese mundo subacuático que florece ahí nomás de la superficie. Pero las excursiones en catamarán suman además algo de historia espectacular: el Antilla, carguero alemán hundido en 1940 por su capitán para no entregarlo a los holandeses, es hoy uno de los sitios de snorkel más famosos.
Más al sur, Mangel Halto guarda una laguna de manglares y aguas calmas; y Baby Beach es otra piscina poco profunda con la refinería como telón de fondo, recuerdo industrial que subraya el triunfo del paisaje.Tres Trapi es otro gran lugar para el snorkel, donde hay chances de ver green turtles; los carteles insisten en no tocar ni alimentar.
Y, otra vez, en Eagle Beach, vemos a un grupo de voluntarios que acompaña a la ONG Tortuga Aruba en la custodia de nidos; ese día nacieron 29 crías. Las vemos abrirse paso en la arena, como si el mar fuese una memoria que las espera.
Oranjestad y los barrios: lo que queda por fuera del all inclusiveLa capital —Oranjestad— combina arquitectura neerlandesa color pastel, tranvía que une el puerto con el centro y tiendas duty free. Sobre la bella calle Petico Cruz, una galería abierta repleta de palmeras, está el Pastechi House: un lugar para probar uno de los sabores más locales de todos, el pastechi. Una masa hojaldrada y ligeramente dulce, rellena de carne molida, pollo, pescado o queso. “Es un desayuno o bocadillo tradicional”, dice Archangel, mientras deambulan a su lado un harén de gallinas y un hermoso gallo reluciente.
El downtown tiene su versión de maqueta, de casitas prolijamente pintadas, pero la isla pide desviarse: el barrio Rancho conserva casitas bajas y talleres viejos donde, de pronto, aparece un Buick blanco como un fantasma. Una escena que podría salir de una película yankee de los 80.
Por entre esos barrios, el restaurante Quinta del Carmen encarna esa obstinación por la memoria: está ubicado dentro de una casa que fue hospital, construido en 1918. Y Pepe Margo —el proyecto de Jonathan, sexta generación en la isla— abre la puerta de una imprenta familiar recuperada y reconvertida en una destilería de ron arubiano de excelencia. “No se valora lo que no se conoce”, dice, en una calle de las más antiguas y conservadas, testigo de un cambio lento pero constante.
El rito del atardecerA las seis y media, la isla baja un cambio. Las playas —Malmok, Arashi, Eagle, Palm— se llenan de siluetas, pero el sonido no sube: apenas alguna charla, algún aplauso tímido cuando el disco naranja muerde el horizonte. Desde el Faro California, se ofrece un balcón perfecto: el mar en 180°. La postal es bella, sí; lo sorprendente es el silencio compartido.
Nadie grita el final, nadie corre a “hacer” otra cosa. Se mira. Se calla. Se deja pasar la luz. En Eagle Beach, considerada en varios rankings como una de las playas más lindas del mundo, Archangel nos habla de los argentinos pioneros que llegaron a Aruba cuando el turismo apenas florecía.En ese preciso instante, mientras el sol desaparece detrás del fofoti, aparece Alejandro “Aleco” Molina, empresario argentino que llegó a la isla en los 90. Aleco estuvo en los inicios del boom turístico, tuvo emprendimientos diversos y hoy es dueño de una compañía gráfica. “Acá me encontré con una forma de vida que no cambio por nada en el mundo”, dice, mientras el horizonte se tiñe de naranja.
La ruta del aloeNo todo en Aruba son playas. A pocos minutos de Oranjestad, la plantación y museo del aloe vera abren una ventana a otro costado de la isla. Esta suculenta, introducida en 1840, se adaptó tan bien al clima seco que llegó a cubrir dos tercios del territorio y convirtió a Aruba en uno de los grandes exportadores mundiales.
En la fábrica-museo se puede ver el proceso completo: desde el corte de las hojas hasta la elaboración de lociones, geles refrescantes y jabones. La visita guiada dura apenas 25 minutos, pero condensa una historia fascinante: cómo una planta desértica se volvió símbolo de salud, fuente de empleo y producto estrella de exportación.
El recorrido termina en la tienda, donde se pueden comprar cremas, aceites y souvenirs naturales, todos envueltos en un coqueto packaging. Es una experiencia distinta, que conecta con la identidad productiva de la isla y demuestra que el dushi arubiano también puede sentirse en la piel.
Por qué y cómo cuidan lo que tienen“En Aruba el turismo representa el 80% del PBI; directa o indirectamente, vivimos de esto”, señala Jordan Schlipken Croes. “Históricamente dependíamos casi en un 90% de Norteamérica; hoy ese mercado es el 73%. La estrategia —dice— fue diversificar:Latinoamérica pasó de representar un 7-8% hace cinco años a 16,6% este año.”
Ese giro convive con una decisión de fondo: no crecer a cualquier precio. “Tenemos 14.000 habitaciones —compara—; Punta Cana tiene 90.000. No buscamos ser un destino masivo. Preferimos un producto ‘premium pero accesible’. Somos 35-40% más caros que el Caribe tradicional y eso nos permite ofrecer experiencias más cuidadas.”
La filosofía se ve en la práctica cotidiana. “Estoy seguro de que no viste parlantes a todo volumen en las playas ni multitudes desbordadas”, dice. Y suma una clave social: “Nuestras playas son públicas y queremos que convivan locales y visitantes. Por eso dejamos de llamar ‘turistas’ y empezamos a hablar de huéspedes: entran a nuestra casa y esperamos que la disfruten, pero también que la respeten. Si alguien deja una botella tirada, ojalá otro —local o huésped— se lo señale. Es sentido de pertenencia.”
Identidad arubianaAruba emergió del mar hace unos 90 millones de años. En 1499, Alonso de Ojeda la bautizó “la isla inútil” al no encontrar oro. Siglos después, los neerlandeses la incorporaron a su dominio durante la Guerra de los Ochenta Años. Desde 1845 formó parte de las Antillas Neerlandesas y en 1986 obtuvo un estatus autónomo dentro del Reino de los Países Bajos.
Esa historia explica que los arubianos tengan pasaporte europeo y que la educación, la arquitectura y hasta la realeza sigan siendo referentes cotidianos: Máxima también es su reina.
¿Cómo se define el arubiano? “Somos amables por naturaleza, pero también directos —explica—. Tenemos sangre holandesa y mucha influencia latinoamericana, sobre todo de Colombia y Venezuela. Ese cruce nos hizo muy orgullosos de lo propio y, al mismo tiempo, conscientes de que vivimos del turismo.”
Y redondea con una anécdota sobre el eslogan: “No fuimos nosotros los que nos bautizamos Isla Feliz; fueron los visitantes quienes lo dijeron al ver cómo vivimos.”Pero más allá de la ascendencia, Aruba no parece vivir de historia, sino de futuro.
De noche, Nathaly —de Taste My Aruba— repite que lo suyo fue “plantar una semillita” y esperar. José, en Arikok, se detiene a escuchar pájaros y sonríe. Archangel recuerda que “cuando amás Aruba, Aruba te ama.”
Y los árboles, otra vez, señalan la salida hacia el sudeste. En esta isla que emergió del mar hace millones de años y hoy decide qué conservar y qué mostrar, el viaje se parece a ese atardecer callado: un pacto íntimo con el tiempo.