Los desafíos de ser periodista en tiempos de mandriles, carpinchos e IA
El siguiente texto es el discurso que el autor ofreció durante el acto académico en que fue distinguido como doctor honoris causa por la Universidad Maimónides, la semana pasadaRecibir es...
El siguiente texto es el discurso que el autor ofreció durante el acto académico en que fue distinguido como doctor honoris causa por la Universidad Maimónides, la semana pasada
Recibir este doctorado honoris causa es una alegría inmensa y, al mismo tiempo, una gran responsabilidad. Agradezco de corazón a la universidad por esta distinción, que asumo no como un reconocimiento personal, sino como un respaldo al periodismo de tantos y tantas colegas que todavía creen en el método, el rigor y la ética de este oficio que Gabo García Márquez definió como el mejor oficio del mundo.
El título de esta breve disertación, “Los desafíos de ser periodista en tiempos de mandriles, carpinchos e inteligencia artificial”, suena peculiar, y lo sé. Incluso poco serio. Pero en realidad refleja la complejidad y la urgencia de la encrucijada que atraviesa nuestro oficio. Porque las fake news y la inteligencia artificial son apenas dos de los muchos desafíos que nos obligan a repensar qué significa hoy informar.
¿Suena ahora, por el contrario, muy solemne? Vamos a hacer un pequeño experimento. Levanten la mano quienes saben quién es Wanda Nara, por favor. ¿Y de qué hablamos cuando hablamos de los carpinchos de Nordelta? ¿Y si hablo de mandriles? Ahora los invito a levantar la mano quienes sepan cuál es el impacto en el PBI argentino del aumento presupuestario para el Hospital Garrahan, que discuten el Congreso y la Casa Rosada.
Fíjense la disparidad de manos. ¿Qué dice esa disparidad sobre nosotros? Y, más importante aún, ¿qué dice sobre la calidad y relevancia de los temas que a menudo difundimos nosotros, los periodistas?
El periodismo atraviesa un momento complicado. Demasiadas veces hemos cedido a la tentación de priorizar lo que mide, lo que funciona: las celebridades, el escándalo, el ruido, por encima de lo esencial. Así terminamos normalizando el infotainment —esa mezcla de información y entretenimiento— y el clickbait como herramientas dominantes. Priorizamos lo que genera clics y dejamos de lado lo que aporta valor público.
Todo eso, sumado a otros males como la corrupción rampante, los conflictos de interés o la autocensura, ha contribuido a una profunda desconfianza ciudadana. Sí: buena parte de la desconfianza hacia el periodismo nace de nuestras propias fallas, no solo de los ataques externos.
Esos ataques externos, por supuesto, existen. Afrontamos presiones políticas, censura, espionaje, cibervigilancia, campañas de hostigamiento y mucho más. Déjenme contarles un ejemplo sobre esto.
El 25 de mayo de este año difundimos el Plan de Inteligencia Nacional, un documento secreto que entreabre la puerta al Gobierno para tareas de espionaje ilegal sobre periodistas, políticos, movimientos sociales y economistas. Decidimos publicarlo sabiendo que afrontábamos el riesgo de vulnerar la seguridad nacional, porque considerábamos que el interés público era superior.
Las consecuencias fueron diez intentos de hackeo a mi teléfono y a mi WhatsApp; dos intentos de hackeo a mi correo electrónico y otros dos a mi cuenta en X. Además, me registraron en páginas de trader financiero y comerciales —con lo cual puede que aparezca en Veraz dentro de tres meses habiendo comprado algo que no compré— y también me inscribieron en páginas pornográficas.
Mis amigos, felices, me pedían las contraseñas para esas páginas… hasta que comprendieron que el riesgo era que, esta noche o dentro de diez años, alguien suba un video de un pederasta con mi nombre. Radiqué entonces la denuncia penal, que después se combinó con amenazas de muerte desde cuatro teléfonos distintos en un lapso de diez minutos. Eso –y más- es parte de nuestro trabajo.
La cocina de ese texto sobre el Plan de Inteligencia Nacional conllevó un largo ida y vuelta con fuentes durante semanas, para luego interactuar con editores, con el secretario general de Redacción, con el director del diario, con abogados internos y externos. Redactamos varias versiones del mismo texto para pulirlo y potenciarlo, y luego bailamos al son de una melodía que combina estrés, adrenalina e interés público.
Pero lejos de ser un hecho aislado, lo ocurrido es una realidad permanente en nuestro oficio. Lo han vivido infinidad de colegas a lo largo de décadas. En mi caso, todos los presidentes desde Carlos Menem en adelante pidieron mi cabeza al diario o la orillaron. Plantearon —entre otros, textual— que soy un pluma negra, un desestabilizador, un facho, un esbirro, un retardado… y mucho más.
En este clima, sin embargo, uno de los riesgos que afrontamos es responder a la provocación, subirnos al ring o caer en la polarización. Y eso nos debilita aún más. Demasiadas veces no somos vistos como periodistas o profesionales independientes, sino como parte de una facción. Y eso, en lugar de enriquecer el debate público —como deberíamos—, lo empobrece.
La mercantilización de la atención, esa lógica de medir todo por clics, likes o reproducciones, también condiciona nuestro trabajo diario. Y sin darnos cuenta, terminamos adaptando la agenda pública a la agenda de un algoritmo. A todo eso se suman los desafíos tecnológicos. Los modelos de negocio de los medios tradicionales se erosionan, mientras la información falsa se multiplica.
Pero —y esto es más importante— este mismo escenario también nos ofrece una oportunidad. Porque el periodismo puede y debe ser el que aporte luz en la confusión, el que separe lo verdadero de lo falso, con el riesgo y el desafío que conlleva lidiar con lo falso. Lo falso circula mucho más rápido que lo verdadero porque suele ser más atractivo, más emocional, más sexy que la noticia pura y dura.
Dos ejemplos muy breves:En 2011, durante los disturbios callejeros en Londres, empezó a correr la versión —la fake news— de que habían soltado los tigres del zoológico y que circulaban por el subte. Falso. Pero la velocidad con la cual se espiralizó esa mentira fue varias veces superior a la información real de las autoridades, que mostraban fotos de los tigres adentro de sus jaulas diciendo: “No, los nuestros están acá”.
Eso fue en 2011, sin inteligencia artificial. Cuatro años después, en 2015, mi tía y madrina, Patricia, me envió un WhatsApp: “Huguito, qué maravilla cómo explicás en ese audio cómo el candidato financia ilegalmente su campaña. Es una vergüenza, y me alegro que lo difundas”. Mi respuesta: “Pato, ¿de qué audio estás hablando? Mandámelo”.
Me lo mandó, y era alguien que me había imitado. Bastante bien, de hecho. La voz del audio decía: “Hola, soy Hugo. Te voy a contar lo que no puedo publicar en el diario porque no me dejan. Te cuento la posta sobre el candidato…”
Mi respuesta fue: “Pato, no soy yo.” Y ella me contestó: “Ay, Dios mío, ya se lo pasé a mis amigas.” Si mi madrina no reconoció mi voz…
¿Cómo terminó la historia? Tuve que mandarle el audio trucho y una prueba de sonido al portal Chequeado, que lo envió a la Facultad de Ingeniería de la UBA. Tardaron dos semanas en verificar lo que ya sabíamos: que no era yo. Pero para cuando lo confirmamos, ya era tarde. Eso ocurrió en 2015.
Entonces, el panorama frente a las fake news, y ahora la inteligencia artificial, es complejo, sí, pero también fértil.
Tenemos motivos para la esperanza. Porque abundan los hombres y mujeres que honran el oficio, en redacciones grandes y pequeñas, tanto en Buenos Aires como en los rincones más recónditos del país. Gente que prioriza el interés público por encima incluso de su seguridad laboral o física. Daniel Enz, en Entre Ríos, es un ejemplo. Irene Benito, en Tucumán, otro. Germán de los Santos, en Santa Fe, también.
Son apenas tres entre muchos grandes profesionales que quisiera destacar, pero si sigo me voy a emocionar. Porque ellos marcan una huella y viéndolos trabajar me lleva a pensar que la respuesta a los desafíos que afrontamos quizá esté frente a nuestras narices. Quizá la salida no sea tan enigmática. Quizá consista en recuperar nuestra esencia. Volver a lo básico.
Cinco puntos.Uno. Volvamos a preguntar y verificar siempre. Volvamos a las cinco W: quién, qué, cómo, cuándo y por qué. Volvamos a apoyarnos en datos sólidos, no en opiniones vacías. En la redacción de La Nación en la calle Bouchard, todos nosotros veíamos un cartel enorme que decía: “Siempre que vayamos a publicar algo sobre alguien, hay que llamar antes de publicar”. Es algo obvio… pero no siempre lo hacemos.
Dos. Elevemos los estándares y la transparencia. Ser rigurosos, ser honestos, verificar fuentes, reconocer errores, preservar la independencia frente a cualquier poder: político, empresarial, sindical o de cualquier otro tipo. El presidente de la AFA, por ejemplo, tiene hoy —y desde hace décadas— más poder que muchos gobernadores.
Tres. Practiquemos la templanza, el sentido común y el escepticismo sin cinismo. Porque, como escribió el filósofo Diego Garrocho Salcedo: “El gusto por desafiar las propias certezas es un reflejo imprescindible para ejercer tanto la filosofía como el periodismo”.
Cuatro. Fortalezcamos el periodismo de profundidad —sea o no de investigación—, pero sí de calidad. A pesar de los riesgos, seguimos siendo esenciales para fiscalizar al poder y revelar lo que otros quieren callar u ocultar. Nuestro oficio es como correr una maratón, no una carrera de 100 metros llanos. Debemos encararlo cada mañana sabiendo que lo más probable es que nos vaya mal, que no consigamos el documento clave o que la fuente decisiva no hable. Pero debemos intentarlo igual… porque a veces se da. Y cuando ocurre, no es por magia: es por método, por constancia. Lejos de la visión romántica de reuniones secretas en estacionamientos oscuros… nuestro trabajo tiene más de picar piedra que de escenas de película.
Cinco. El periodismo es un servicio público. Informar no solo transmite hechos: ayuda a comprender qué significan y cómo nos afectan. No basta con decir qué pasó: debemos explicar por qué importa.
Así, la recuperación de la confianza social requiere más rigor, más ética, más transparencia. Promover la escucha activa, el pluralismo y resistirnos —insisto— a la polarización extrema. Solo así estaremos a la altura de la máxima que trazó A.G. Sulzberger, máximo ejecutivo de The New York Times: “Un pueblo libre debe tener una prensa libre”. Y agregó: “Cuando se coarta la capacidad del periodismo de informar sobre los manejos del poder, actuar con impunidad se vuelve cada vez más fácil. Porque una democracia saludable necesita una prensa independiente, y una prensa independiente solo es posible en una democracia saludable”.
Informar sobre los manejos del poder conlleva otro desafío: hacerlo con claridad. Sin chabacanerías, pero tampoco con palabras estrambóticas. Si queremos comunicar, comuniquemos. A menudo lo he aprendido —y padecido— en carne propia: cuanto más sencilla y clara la información, más potencia tiene.
Un ejemplo: en el caso Ciccone, veníamos compitiendo con Nicolás Wiñazki. El gobierno creía que estábamos confabulados entre La Nación y Clarín, pero en realidad peleábamos como perros por la primicia. Pero el bombazo decisivo no fue ni de Nicolás ni mío: fue de Omar Lavieri. Publicó una nota pequeña en Infobae que decía: “Amado Boudou constituyó su domicilio en un médano”. Ese fue el principio del fin para Amado Boudou.
A veces, cuanto más simple la información, más fuerte su impacto. Con esto no quiero decir que evitemos escribir textos densos o precisos. Pero sí debemos comunicar mejor para transmitir mejor.
Hace ya muchos años, cuando estudiaba en la Universidad de Navarra y flirteaba con el doctorado, dediqué meses a estudiar el contrapunto legendario entre John Dewey y Walter Lippmann. Fue uno de los debates más influyentes del siglo XX sobre democracia, opinión pública y rol de los medios. Ocurrió en los años 20 y giró en torno a una pregunta central: ¿Es posible una democracia realmente informada en una sociedad de masas mediada por la prensa y los expertos?
Lippmann sostenía que la democracia moderna era una ficción optimista: que el ciudadano común vive rodeado de una pseudorrealidad creada por los medios. Dijo: “El ciudadano es como el espectador que llega tarde al teatro: no sabe de qué va la obra, se marcha antes de que caiga el telón y luego pretende opinar si la obra fue buena o mala”.
Dewey coincidió en parte, pero rechazó ese pesimismo. Propuso otra salida: educación, deliberación y cooperación. Para él, la democracia no era solo un sistema político, sino una forma de vida colectiva. Y en esa forma de vida, los periodistas tenemos un rol decisivo: informar para que los ciudadanos comprendan. Corrigiendo la metáfora de Lippmann, Dewey dijo: “Tenemos que explicarle al espectador a qué hora debe llegar al teatro, anticiparle de qué va la obra, aportarle ideas para que pueda disfrutarla y analizarla mejor”.
Un siglo después, seguimos enfrentando el mismo dilema: ¿Cómo colaboramos con la formación de ciudadanos mejor informados en medio del ruido? Para que podamos tomar las mejores decisiones posibles, no solo al votar, sino en la vida democrática cotidiana.
Permítanme cerrar con agradecimientos. A mis maestros y mentores, tantos y tan generosos, que me enseñaron más de lo que ellos creen. A los colegas y amigos de Columbia Missourian, El Día de La Plata, The Washington Post, The New York Times, El País, el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, la Fundación Gabo, la Academia Nacional de Periodismo y, por supuesto, mi amado diario La Nación. Gracias a todos ustedes por este recorrido. Y gracias, periodistas, colegas y amigos, porque este camino vital ha sido y sigue siendo mucho más nutritivo, vibrante, hermoso, estresante… y también divertido de lo que jamás imaginé. Gracias de corazón.
Por último, gracias a la Universidad Maimónides. Gracias por recordarnos que, incluso en tiempos de Wandas, carpinchos, fake news e inteligencia artificial, los periodistas seguimos teniendo una misión irrenunciable: servir a la verdad y al bien común.